EL RELATO DEL BOBO…

Entre novela y relato suelo elegir la primera. Tal vez, porque me gusta visitar mundos ignotos y este género narrativo me permite hilvanar detalles con mi imaginación que erigen realidades verticales como los sueños dentro de los sueños; preñadas de bártulos y trebejos de mis experiencias y conocimientos. El relato es más esquemático, más instantáneo; aunque los maestros de este formato elaboran piezas de orfebrería con ajolotes, diamantes de hielo y sombras en el hueco de una escalera al infinito… Son joyas, límpidas y escasas, como una diadema de copos de nieve.

Con mi desportillada memoria me cuesta recomponer las historias noveladas, pero, sin embargo, los relatos que me han marcado los recuerdo como si los estuviese viviendo en este momento. Puedo olvidar palabras, nombres, destinos, pero la emoción que me produjo su lectura es una cicatriz en mi conciencia o un tatuaje permanente (Cerco o señal que queda alrededor de una herida por arma de fuego disparada desde muy cerca).

La impronta del relato es enorme; sobre todo si está bien pergeñado y su historia, aunque mágica, fantástica o simplemente falsa; está concebida para poner patas arriba nuestro orden moral, o nuestros instintos más neurálgicos. Es un balín de plomo que se incrusta en nuestra piel y no hay cirugía menor que lo extraiga sin dejar una marca o costurón indeleble.

Creo que nuestra conciencia social se va formando con relatos, que, como navajas o estiletes, nos han ido marcando la moral; llenándola de marcas imborrables, que perpetúan mitos, parábolas, paradojas y leyendas urbanas…

Desde hace meses, entre mis semejantes, mis vecinos y conocidos; también en los ajenos miembros de aquellas actividades cotidianas que nos rodean; vengo escuchando un relato que se repite con pequeñas variaciones, pero que, en su fundamento, es el mismo contado por mil bocas diferentes…

Yo lo he denominado “el relato del bobo”, aunque no creo que la mente que puso a rodar esa bola sea ignorante; al contrario, es propia de un intelecto maquiavélico. Veneno de la serpiente del paraíso y tan ponzoñosa como la manzana del cuento.

Es la historia de un pobre hombre que fue a comprar pan y al volver a su casa la encontró ocupada por desconocidos a los que una extraña ley consuetudinaria les permite la morada. Va unida siempre, a extranjeros de piel oscura o idioma exótico que violentan nuestra pastoril armonía. Cerriles mandamases que destruyen pantanos, acosan a la gente de bien y viven desnortados por el falso espejismo de la justicia social. Una realidad formada por cuarenta ladrones, todos iguales, menos los de mi clan; y terroristas sin bombas que quieren separar el pasillo izquierdo de la tercera planta del bloque común donde vivimos; aunque el bloque está hipotecado, y el dueño verdadero es el banco… Siempre los mandamases en contra de los dueños, los amos y los propietarios… Sin entender que, si el amo come bien, nuestros serán sus despojos…

El mismo relato con pequeñas variaciones lo escuchas lo mismo de un señor empresario, del camarero que te sirve el café, del reponedor del supermercado o del conductor del autobús urbano. Somatizados por las distintas capas sociales de nuestro país; y bendecidos y propalados por los medios de comunicación del duopolio informativo.

La repetición de esta sesgada falacia desde distintos altavoces ha creado una piedra tan real como aquella que sirvió a Pedro para fundar su iglesia, aunque hubiese negado tres veces al maestro…

Es tan grave la herida de este bobo relato dominante que está creando una realidad inválida de guerra, y ya nos puso en alerta el viejo Unamuno sobre los deseos de los mutilados, sobre todo, si estos inválidos carecen de la grandeza espiritual de Cervantes, que sólo se sienten aliviados con el aumento mayoritario de mutilados a su alrededor… “Acabo de oír el grito de ¡viva la muerte! Esto suena lo mismo que ¡muera la vida! Y yo, que me he pasado toda mi vida creando paradojas que enojaban a los que no las comprendían, he de deciros como autoridad en la materia que esa paradoja me parece ridícula y repelente”.

Están venciendo y no sólo por su fuerza bruta, sino por el brutal dominio de los medios de comunicación que dan pábulo a este relato viciado llegando a convencer a una mayoría social carente de esa grandeza moral cervantina que no se imparte en los colegios.

Recuerdo un párrafo maravilloso de Ruíz Zafón: “Uno nunca miente a la gente; se mienten ellos mismos. Un buen mentiroso les da a los bobos lo que quieren oír. Ese es el secreto”.

En este país de laberintos; frente a las virtudes de Alonso Quijano, siempre son mayoritarias las falacias y ansias de canonjías de Sancho Panza; floridas de refranes, aforismos y adagios falsarios…

El nivel de barbarie de una sociedad se mide por la distancia que intenta poner entre los hombres y los libros.

Aunque, bien es verdad, que mientras haya chavales en pantalón corto que sepan manejar esdrújulas habrá esperanza.

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